Publicado en Tiempo Argentino 7/08/2016 Ir al sitio

Boyanovsky Bazán
@boyanovskybazan

En la trágica lista de países donde el asesinato a periodistas es noticia corriente, México ocupa el número siete en términos globales, y el primer puesto en Latinoamérica, con cerca de 120 homicidios en los últimos 15 años, además de registrar un alto número de desaparecidos. Muchos terminan hallados sin vida en fosas o basurales, o ya no aparecen, como la mayoría de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. Según varios informes de organizaciones como la Federación Internacional de Periodistas, Reporteros sin Fronteras y el Comité para la Protección de los Periodistas, además de las denuncias de instituciones locales como la Procuraduría General de la República (PGR), y los medios que se animan a reflejar esta dura realidad, México es el único país de una lista de diez con tan alta tasa de crímenes, sin haber vivido un conflicto bélico, a diferencia de Irak y Somalia, los primeros en la lista. Sin embargo, esta «guerra civil de baja intensidad» como califican algunos, lleva a que por caso más de 27 mil personas estuvieran desaparecidas hasta el año anterior, según el último informe de Amnistía Internacional.

«La persona común vive asediada por la delincuencia. Pero si desempeña un oficio que involucre lo político, por ejemplo, el activismo o el periodismo, el peligro se multiplica», asume Arsinoé Orihuela, periodista del diario La Jornada, instalado temporalmente en Buenos Aires.

El Estado de Veracruz registra el epicentro de la violencia. La PGR, que cifraba 113 crímenes en total entre 2000 y 2015, llevaba contabilizados 16 en Veracruz, pero este año hubo nuevos. Recientemente, las autoridades reconocieron 19 asesinatos en ese Estado de la costa Este. Más allá del reconocimiento, los periodistas consideran que los gobiernos tienen alta responsabilidad.

«Inacción u omisión cuando se trata de atender a víctimas y complicidad o connivencia cuando se trata de atender a los delincuentes», señala Orihuela. Los periodistas incluso desconfían de las entidades estatales creadas para darles protección. «Los mecanismos de defensa no están funcionando bien. Quienes fueron desaparecidos o asesinados contaban con esa protección y no fue suficiente», agrega Mónica Mexicano, psicóloga y miembro de la Asamblea de mexicanos en argentina. «Sólo en Veracruz, algunas organizaciones civiles estiman que casi 75% de los casos de desaparición involucra a algún funcionario público o agente del Estado», afirma Orihuela. De Veracruz era el fotoperiodista Rubén Espinosa, asesinado junto a su colega Nadia Vera en el Estado de México el 31 de julio de 2015, ambos críticos del gobierno veracruzano de Javier Duarte. A un año de cumplirse la masacre, cuando el presidente mexicano Enrique Peña Nieto visitaba la Argentina, la Asamblea junto con el Frente de Comunicadores por la expresión de los pueblos eligieron la redacción de este diario para realizarles un homenaje. Espinosa y Vera habían sido atacados y amenazados, y por ello decidieron salir de Veracruz. Pero el crimen los encontró igual. La madre de Vera denunció que, a un año, son nulos los avances en la investigación y hasta se perdieron pruebas y testimonios vitales. «No han hecho su trabajo quienes así se ostentan como autoridades, ya sea por incapacidad o por negligencia, por intereses mezquinos o políticos», afirmó Mirtha Luz Pérez Robledo.

Matrices del narco Estado
Publicado en Tiempo Argentino 7/08/2016 Ir al sitio

Por Arsinoé Orihuela, periodista, columnista de La Jornada Veracruz (México) e investigador.

Por convención, un narcoestado es definido como una territorialidad política donde el narcotráfico es un agente que disputa al Estado el control de las instituciones con cierto éxito. Pero esa es una definición estéril, a todas luces tributaria de ciertas prenociones funcionalistas que ignoran o desnaturalizan el curso de los hechos. Un narcoestado es una construcción histórica, que en algunos países como México, Colombia o Italia llegó a alcanzar un estadio acabado. Es básicamente una forma de Estado, cuya característica fundamental es la de habilitar escenarios de excepcionalidad con altos volúmenes de represión, con el propósito de anular procesos de resistencia organizada en beneficio de negocios que por definición concurren fuera de la ley. En este sentido, el narcoestado está cruzado por dos procesos torales: uno, la configuración de un orden de contrainsurgencia total; y dos, la organización delincuencial de la política y la economía.

Hay dos factores determinantes que propician la formación de un narcoestado: la restauración del poder de clase con base en procesos de expoliación y bandidaje a gran escala; y la instalación del paradigma estadounidense (policiaco-militar) en los dominios de agenda nacional de seguridad, que involucra la militarización de la estrategia antidrogas.

Colombia ya recorrió esos turbios atajos. Y el gobierno de Mauricio Macri da señales de avanzar en esa dirección. Hay tres indicadores que lo sugieren: uno, la presencia de la consigna de «narcotráfico cero» como eje toral de su programa; dos, la desactivación del mando civil sobre las fuerzas armadas; tres, la propaganda «inflacionaria» del fenómeno de la inseguridad que circula hasta la hipertrofia en los medios. Es absurda esa campaña de la prensa. Porque si observamos detenidamente, y especialmente en comparación con otros países latinoamericanos, las últimas administraciones en Argentina fueron más o menos exitosas en la lucha contra el narcotráfico. Por ejemplo, en 2008 la importación de efedrina en la Argentina alcanzó su pico, con un volumen de 15 toneladas. En 2009 se desplomó a 24 kilos. El escándalo de la efedrina es alharaca propagandística.

Y esos tres elementos antes señalados, que objetivamente apuntan a la configuración de una situación de narcoguerra, tienen lugar en el marco de un ciclo de neoliberalización y de restablecimiento del maridaje con la agenda de Estados Unidos.

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